Invasiones

Costumbre perversa: picotear en platos ajenos. Mis papas fritas, en paz. Mi caviar Sevruga también, por favor. Ya lo dijo Platón: “el mejor vino es el del otro”.

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Costumbre perversa: picotear en platos ajenos. Mis papas fritas, en paz. Mi caviar Sevruga también, por favor. Ya lo dijo Platón: “el mejor vino es el del otro”.


Pedí mal, se justifican. Relojean a los mozos que avanzan con platos espectaculares. "Quiero eso", cuando "eso" llega ya no le gusta tanto. El deseo es una cosa, la realidad, otra.

Sucede tantas veces cuando se sale a comer con los light, esos insoportables que viven hablando del nutricionista, como antes, en la prehistoria, se hablaba del psicoanalista. Piden una ensalada porque pese a las miradas culpógenas ni pienso renunciar a las papas fritas, compañía natural del bife. Cuando llega la parva crocante, el aspirante a flaco empieza a picotear ávidamente ese pecado, esa síntesis infame de fritura e hidratos de carbono. La cosa es mas grave si el asalto se produce con, por ejemplo un blini con caviar. El depredador avanza con el tenedor sobre el Sevruga. Al blini lo deja intacto porque engorda
.
Pidamos cosas diferentes así probamos todo, se escucha en los restaurantes de cocina ecléctica. El menú que elegimos y sus acuerdos con el vino se ve sobresaltado por las invasiones de los otros. Es horrible que sobre esa ratatouille mediterránea con cordero al romero, tu vecino te zampe, así nomás, sin preguntar, un sashimi con mucho wasabi. El hot radish japonés asciende por la nariz y ya resulta imposible probar ese Syrah que tan bien le iba al cordero. De tanto probar no queda nada, la suma neutraliza la individualidad de cada plato. ¿Cómo concentrarse en el escalope de foie gras, si alguien insiste en ponerte en el mismo plato unos cuantos spaghetti con salsa puttanesca?

Hay recetas cuya esencia radica en ser compartidos. Nadie va a preparar una paella, una bagna cauda o un puchero para uno, los guisos de lentejas, el couscous tradicional, se prestan para disfrutes multitudinarios. También los platos asiáticos que no exigen el orden secuencial, porque la simultaneidad es parte de su ser. O las tapas. Pero cuando en un mismo plato se entreveran demasiados bocados, los sabores se confunden y sucumben.

A los cocineros, sobre todo lo que se proclaman autores, les complica cuando se le exige que esa construcción tan pensada, difícil y estética, se sirva compartida. No, simplemente no se puede. Es como si uno quisiera partir por el medio un cuadro de Clorindo Testa. Claro que es bueno compartir las cosas que uno le gustan, por eso se prestan libros y CD a los amigos, ingenuamente uno cree que si algo le gusto muchísimo al otro le va a pasar lo mismo.

Pero por favor, no insista en ofrecer a una persona que detesta el anís, un postre donde es protagonista, solo porque a usted le gusta, déjelo gozar en paz de su flan con dulce de leche. La única respuesta que el insistente merece: " es muy rico pero a mi no me gusta".

Otras desgracias que suelen suceder en las mesas amuchadas: el que proclama no tomar vino porque esta tomando antibióticos. Con su gripe a cuestas, saca un "traguito" de nuestra copa y después estornuda. Situación difícil, cómo decirle a un amigo, no me contagies. Si es una comida de negocios, mucho peor. O la señora que se declara abstemia pero quiere probar una gota de la copa de su compañero de mesa. Deja el rouge marcado y el Kenzo ahoga para siempre los aromas del Sauvignon Blanc.

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