Cuando el vinagre brilla por su ausencia

Restaurantes, vinotecas y bares serán escenario de las actividades que Bodegas de Argentina y el Fondo Vitivinícola proponen para promover el consumo de vino en el mercado interno

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Vinagre de vino tinto, ese de toda la vida, imprescindible aliado de vinagretas- de ahí su nombre- es un producto natural emparentado con el vino. Un viejo enólogo me dijo alguna vez: “no sabe los esfuerzos que hacemos para producir vino y no vinagre”.

Ya no sucede porque los vinos acá y en otras partes del Viejo y del Nuevo Mundo, están cada vez mejor. Raro encontrar un vino “picado”, ese era el término para eso que era ni más ni menos que un vino avinagrado por culpa del aire y del ácido ascético. Si eso pasaba, se lo dejaba reposar en algún lugar oscuro y se lograba un vinagre de primera.

En todo caso el vinagre de siempre, de vino tinto o blanco-
no me refiero ni al Aceto Balsamico, que tiene denominación de origen ni a los vinagres notables vinagres de Jerez o de vinos fortificados de Andalucía- por ejemplo, resulta un producto imprescindible en la cocina, no solo para vinagretas A nadie se le puede ocurrir hacer un escabeche de berenjenas con aceto balsamico Tampoco con vinagre de Jerez, una sofisticación inútil.

La secuencia en la parrilla barrial de toda la vida es la siguiente: aparece la ensalada y el mozo pregunta si la prepara. OK.- “¿Oliva y Aceto u Oliva y limón?-“Ni lo uno ni lo otro. Oliva y vinagre”. Desconcierto, no hay vinagre en el lugar que sin embargo tiene una carta de aceite de oliva extravirgen notable. El vinagre brilla por su ausencia, no hace fino. Pero entonces, ¿con qué se hace ese chimichurri que espera en el cuenco su destino natural, enfatizar el sabor de las carnes?

Entones optamos pro la ensalada solo con aceite de oliva extravirgen. Pero hay que decir que las zanahorias ralladas solo con oliva son sosas, necesitan el acento agudo de la acidez de un buen vinagre para vibrar.

El sabor del Aceto por ser algo dulzón es invasor. Sobre todo porque no es el vero de Modena, añejado durante años en barricas de roble. Hay algunos, los auténticos de Modena, que pasaron más de 10 años en roble y se venden en frascos mínimos, a una fortuna. No es el que me ofrecen en la parrilla barrial, por supuesto.

Como con tantas otras cosas, el aceto balsámico tuvo su momento de gloria a fines de los 80, cuando una señora italiana muy simpática lo importó por primera vez a la Argentina desde Modena, su lugar de Denominación de Origen. Tuvo prensa. Mucha. Aunque el tema gourmet no estaba instalado como lo está actualmente. Y era bueno para usar solo, como condimento de carnes o pescados, menos en vinagretas, pero sí sobre algunos antipaste. Fue olvidado, voilá, los argentinos somos gentes de modas fugaces.

La moda Aceto apareció con la rúcula que plantó por primera vez en Colón, Entre Ríos, el pintor Américo Castilla quien la conoció en la misma época, fines de los 80 o comienzos de los 90 en el Soho neoyorquino donde hacia furor. Cuando comenté en Mendoza algo sobre este nuevo exotismo vegetal, no podían creerlo: la rúcula fue llevada a Cuyo por inmigrantes italianos a mediados del silo XIX; crecía lozana junto a los viñedos, en el desierto y en las acequias. Rúcula salvaje, arúgula en italiano, se usaba como ensalada cuando se conseguían los primeros brotes o como hierba a la hora de condimentar platos cuando perdía su frescura

La rúcula sobrevivió, creo que nadie puede aburrirse de ese sabor entre metálico y selvático, raro y encendido. El Aceto, no el de Modena sino el del boliche de la esquina, desaparecerá un día estos, sin pena ni gloria, como se fue esfumando la moda cous cous, suplantado por la quinoa. Caprichos efímeros. Aunque la quinoa tenga más de 8000 años y se redescubra la cocina prehispánica, seguramente se olvidara suplantada por otra cosa, ni mejor ni peor, otra cosa. Y el vinagre de vino, el de siempre, volverá tarde o temprano para equilibrar nuestras ensaladas.

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